Cuento corto: Un Mal Negocio



Este relato de nuestro escritor Carlos Alberto Rojas De La Torre, hace una exploración estilística de sus últimas lecturas, un cuento corto, rápido y urbano. El estilo narrativo de Carlos se envuelve con la técnica de escritura de José Saramago y su original y arriesgada propuesta de evitar en lo posible el uso de signos de puntuación, incluso para los diálogos.

 

La fotografía que acompaña este relato es una foto del fotógrafo Cusqueño Alfredo Velarde.

 

Fotografía Alfredo Velarde

 

 

Un Mal Negocio

 

El peinado de Kael Antares, en aquel momento era hermoso, lacio, brillante, sin llegar a negro o perderse en rubio; se derretía como el agua sobre sus hermosos ojos, casi tan perfecto como para portada de almanaque, pero a su madre le parecía demasiado largo, poco señorial, nada varonil. Es un niño, debe llevar el pelo corto, dijo, con ese agudo femenino que te rebobina la vida hasta tu niñez junto a mamá. Ni modo, era inevitable, yo había agotado todas las excusas para evitar lo inevitable, desperté pensando que debía llevarlo al peluquero, pero nuestra última experiencia había sido un fracaso, no quedamos guapos, pensé aquella mañana que podía tener COVID 19 otra vez y así liberarnos del peluquero, funcionó, lo logré, aplacé unos días más el cruel corte de cabello, la tranquilidad me duró muy poco, me di cuenta que había resultado peor, su mamá había decidido cortar las puntas extendidas sobre sus ojos, porque el pequeño no cooperaba, él tenía otro ideal para su belleza, se quejaba de sus hermosos cabellos cubriéndole la vista, cuando lo vi, me volví esteta, estilista, por qué es tan hermoso ese niño, cualquier peinado aunque sea kachu kachu o de época le queda bien.

 

Y nos pidieron foto tamaño carné de mi campeón, necesario para entrar al gran insectario de la vida, sin datos en el teléfono no podía descargarlos de la nube, y que siempre tengo sus mejores fotos listas para mostrar, quería bajarlas del celular, pasarlas por ‘fotochop’, imprimirlas en bond, recortarlas con cúter y listo, pero por qué no podía pasárselo simplemente por wasap a la profe, de ser así los caminos no hubieran confabulado para que su mamá, no tomara esas tijeras de cocina, que abren hasta latas atún, y dejarlo medio exótico, a poco menos de parecer selvático, pero eso sí, roba corazón, sin mayor remedio debía llevarlo al peluquero, entonces, ideé otro plan, cobraré venganza para con su madre. Propuse la misión, nos vestimos con nuestras mejores ropas, ambos idénticos, los mismos zapatos y poleras del mismo color, subimos al bus, nos apretujaron todo lo que pudieron, llegamos a nuestro paradero, donde casi todo confabula como bufet andino: ambulantes ruidosos, peluquerías, cabinas, jugos, fotocopias, planos, CO2, tractores, alumnos de la Andina, cebiches, ingenieros, chips, venezolanos y menús.

 

Al ver semejante pasacalle de temporada un padre activa detectores de peligro que jamás pensaba que existían, hasta los otros niños son virtuales enemigos, todo es peligroso para el pequeño. Encontramos camino al fotógrafo, pero el pequeño reclama por la peluquería, le digo que tengo un mejor plan. Encontramos un lugar entre cables y mostradores, el fotógrafo nos señala sin mirarnos, más al fondo amigo, sí, sí, pasen allá al fondo. En ese fondo encontramos un espejo sin alma, sostenido por un clavo sobre una grasienta pared, él, es capitalista, sobre todo limpio y trabajador. Mira a mi hijo, me ayuda a peinarlo y le da órdenes, niño, no digas wiski, solo mantén tu cara linda, sin moverla. Luego del flash esa hermosa carita sería impresa para siempre, pero, sobre todo, mostraría por los siglos, el corte de cabello que le hizo su madre. Modo venganza desbloqueado x 1000 puntos.

 

Para tener las fotos impresas debemos esperar diez minutos, un tiempo de paradero, llevo a mi hijo para que vea como recargan sus chips, los codeos necesarios para subir al bus, la mayonesa polvorienta sobre las empanaditas, las minifaldas atrevidas sobre robustas piernas. Ya de cerca es peor, como un huaico, un ciclón de humanos buscándose, todos compran y venden, se roban, se engañan, se asustan y se persignan, babel 2.0. Todo con ofertas insuperables, sopita de choro, pollo a la wakatay, malaya frita y refresco por siete soles. Kael me preocupa, lo siento tranquilamente raro, nos refugiamos en un café-restaurant-cevicheria-fotocopia-callcenter. Detrás de su jugo me dice, papá por qué todos tienen hambre. Escucho en mi hijo el eco de las sabias palabras de los grandes filósofos, aunque resumidas y chiquititas como él. En medio del tumulto hay un salido mozo, flaco, ‘encurvado’, de peinado ajustadísimo, decorado con corbata michi, sospecho que tiene 18 años, es un buen veneco que trabaja de jalador, buscando el sueño americano en Perú, ofreciendo ese menú de siete soles. Y de pronto entre toda esa gente de paradero, el veneco grita y dice: Menú, menú, menú a siete mangos, chupe de choros, malaya frita y pollo a la wakatay, pase Cusco, pase usted.

 

Desde el sur sube una mujer con soledad, tacones rosados de semana, pijama colorida y sucia, ella está vieja, se busca en los reflejos de los autos para arreglarse el indefinido peinado, no logra solucionar sus cabellos y luego saca su pintalabios para adornar esa boca con la que besa a su perro. Hay esperanza en sus ojos, creo que es lo último que tiene. Debajo de su blanca casaca percudida lleva ese perro cochino, pequinés tan loquito como ella. Atraviesa el paradero como una modelo olvidada, coqueta y de pago, inmediatamente reconoce al buen veneco, el sirviente, exige detalles de la carta, los recibe del joven, asiente a cada palabra con la cabeza, ella habla en voz alta, como para que la escuchemos, que a ella le encanta el menú, que a su perro todavía más, pide solo la sopa de choros, su perro no come pollo u otros seres, menos wakatay, solo come los choros y que, por que es su deber, le debe sacar los choros de su concha, antes de que ella lo cate para su hijo. También le ofrece los segundos platos al joven, con hipócrita sonrisa le dice, y tú te comes el resto. El buen veneco pone la cara como cuando le dijeron que tendría que trabajar por primera vez y en Perú, pero él es afanoso, está haciendo patria, con buenas mañas le dice, que va a consultar al chef. Vuelve y le dice que no es posible sacar la pulpa de sus conchas para el perro. La mujer con soledad imita una súplica y hasta se acongoja diciéndole que es el plato favorito de su pequinés. El joven mira al menudo perro desalineado, levanta la mirada hacia todos lados, se toma de los cabellos y nos encuentra observando las negociaciones, entonces mi hijo y yo nos llenemos con pedos de aprobación, le damos su like cagándonos de la risa. Y listo, el buen veneco acepta venderle el menu, levanta el pecho, pase usted mi señora, le dice, que yo mismo le sacaré la pulpa para su perrito, vaya que es un amor, amamos a los pequineces, este lugar es chiquitico pero el corazón es enorme. Le pone la mano sobre el hombro, el perro cochino ladra y los destartalados tacones de la mujer avanzan a rastras en dirección a una mesa. Volvemos la mirada y mi hijo me pregunta, cuántos choritos se comerá ese perrito, le digo, pienso que unos cuatro o cinco, la verdad hijo, más me preocupa como acabará ese negocio. Pero qué negocio papá, ese perrito comerá su sopita de choros y la señora estará muy feliz por él. No hijo, piénsalo, una señora como esa bien sentada con otros clientes almorzando y el mozo sacando los choritos de sus conchas con sus manos, luego el perrito comerá posiblemente del plato sobre la mesa a vista de todos, parece que ese perro cochino no camina ni nunca lo bañaron. Oh si, puaj, tienes razón papá, es un mal negocio.

 

Carlos Alberto Rojas De La Torre
Cusco, mayo 2023